Mayo del 68, La Revolución Sin Futuro
Por Francisco J. Contreras. 09-Nov-18.
FUENTE: https://www.elespanol.com/opinion/tribunas/20181109/mayo-revolucion-sin-futuro/3518
34816_12.html
Este
artículo es un extracto del trabajo “Mayo
del 68 y la muerte del sujeto”, presentado al congreso de la Universidad
Francisco de Vitoria sobre Mayo del 68
que se está celebrando esta semana en el campus de Pozuelo de Alarcón.
Mayo del 68
fue la primera revolución que fue fruto, no de la miseria, sino de la riqueza. Si los
revolucionarios clásicos habían acusado al sistema capitalista-burgués de
“causar pobreza”, los de 1968 le van acusar de todo lo contrario: de haber
creado la sociedad de la abundancia. De hecho, los franceses
llamarían después al periodo 1945-75 “los Treinta Gloriosos”: una época dorada
de pleno empleo y crecimiento ininterrumpido, con tasas del 5% anual de
incremento del PIB.
Lo que decimos de Francia vale para el conjunto de
Occidente. La etapa 1945-68 había resultado brillante también en el aspecto
demográfico. Las bajas de la Segunda Guerra Mundial quedaron pronto
compensadas por el gran baby boom de posguerra, que se
prolongaría hasta principios de los 70 (y el cambio cultural sesentayochista
tendría mucho que ver en su final).
En tiempos anteriores, la juventud había sido
simplemente una fase de transición hacia la edad adulta: “No hay que tratar a
los jóvenes como una categoría separada: uno es joven, y pronto deja de serlo,
y ya está”, decía un De Gaulle exasperado por el juvenilismo sesentayochista. Cuando el propio De Gaulle fue joven, la juventud era breve: pocos accedían a la educación
superior; lo normal era
que un hombre de 22 o 23 años estuviese ya casado y trabajando. Ahora,
en los 60, la sociedad puede permitirse por primera vez el lujo de prolongar la
etapa de formación y mantener a una muy numerosa “clase juvenil” improductiva,
exenta de responsabilidades laborales y familiares.
En realidad,
el sesentayochismo tuvo mucho de síndrome de Peter Pan.
El universitario de 1968 no quiere ingresar en el mundo adulto de límites,
obligaciones y responsabilidades, un mundo que le parece mediocre y frustrante. De ahí
la contestación a los valores de sus mayores. La vaporosa “revolución” soñada
por los sesentayochistas (“cambiar la vida”) consistiría en una prolongación
infinita ―y extendida a toda la sociedad― de la libertad de la juventud.
Mayo del 68
comienza el 21 de marzo, cuando un grupo de estudiantes “anti-imperialistas”
atacan las oficinas de American Express en París. Al día
siguiente los estudiantes ocupan varios edificios en la Universidad de
Nanterre. A partir de entonces se sucederán algaradas y asambleas. Ante la
imposibilidad de proseguir las clases, el decano Grapin ordena la suspensión de la actividad docente a partir del 3 de mayo.
Pero
entonces el epicentro del conflicto se traslada a la Sorbona, en el corazón de
París. A partir del 5 de mayo se producen choques con la Policía, cada
vez más violentos. Cuando el rector Roche recibe el 10 de mayo a una comisión
de tres jóvenes, se ve incapaz de satisfacerles, porque sus reivindicaciones son tan gaseosas como el propio movimiento;
Cohn-Bendit declara al salir: “No hemos entablado negociaciones; sólo le hemos
dicho al rector que lo que está ocurriendo en las calles es que toda una juventud
se expresa contra un cierto tipo de sociedad”.
El momento en que a la Quinta República parece
fallarle el suelo bajo los pies llega cuando una parte de la sociedad ―del
arzobispo de París a los cineastas reunidos en Cannes― se solidariza con los enragés[1] de la Sorbona. El 14 de mayo se declaran en huelga
los obreros de Sud-Aviation en Nantes. En pocos días, el paro general se extiende como mancha de aceite. A
partir del 20 de mayo, con unos diez millones de trabajadores en huelga,
llegarán a faltar productos de primera necesidad.
Los
revoltosos del Barrio Latino, aparentes triunfadores, no saben qué hacer con su
victoria, porque ningún programa concreto tienen, ni el deseo de asaltar el
poder del Estado. Ocupan varios edificios ―el teatro Odéon entre ellos― donde se vivirá varias semanas en delirante asamblea permanente. Imprimen
con ciclostatil el periódico L’Enragé,
órgano de la revuelta. En los dazibaos[2] van
floreciendo los famosos eslóganes: “Prohibido prohibir”. “Seamos realistas:
pidamos lo imposible”. “La noción de normalidad es el principal instrumento de
alienación de las sociedades actuales”. “Pongamos la sociedad al servicio del
individuo, no el individuo al servicio de la sociedad”. “Vivir sin tiempos
muertos y gozar sin trabas”. “Vivir en el presente”. No, no era un programa de
gobierno.
En la tarde
del 30 de mayo, un millón de personas marchan pacíficamente por los Campos
Elíseos en protesta contra los desórdenes, con pancartas como “limpiad la
Sorbona” y “defended a la Francia que trabaja”. Muchos trabajadores habían
vuelto a sus puestos tras los acuerdos de Grenelle; las
huelgas se desinflan en los primeros días de junio. Y a mediados de
mes son desalojados policialmente los últimos ocupantes del Odéon y la Sorbona.
Las elecciones del 30 de junio se saldan con un triunfo arrollador de la
derecha gaullista, que amplía su mayoría.
Mayo del 68 parecía, pues, terminar en fracaso: De
Gaulle y “el sistema” salían reforzados. […] Pero los sesentayochistas ―o, al
menos, el “polo cultural-libertario” del 68― no buscaban el poder político. La
evolución del movimiento en los años que siguen a 1968 puede resumirse así: el “polo neoleninista” insiste en la búsqueda de una revolución
socialista clásica, y se produce en 1968-74 una proliferación de
partidos y grupúsculos trotskistas, maoístas, etc. muy activos, que no llegarán
a tener mayor incidencia electoral. Los más radicales entre ellos pasarán a la
“lucha armada”, y de ahí la aparición o relanzamiento a partir de 1968 de
bandas terroristas como la Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas, la ETA o el IRA
(estas dos últimas, junto a la componente nacionalista, desarrollaron también
otra marxista-revolucionaria), que se cobrarán entre todas unas 3,000 vidas en
las décadas de los 70, 80 y 90.
Pero el 68 no ha modelado nuestra sociedad a través
de ese activismo político o terrorista “clásico”, a la postre fracasado, pues
la extrema izquierda no llegó al poder. La verdadera herencia “inconsciente” de Mayo ha sido la
difusión generalizada de la sensibilidad del “polo cultural-libertario”,
como señala Josemaría Carabante: “Los estudiantes no terminaron con el sistema
contra el que se levantaron, pero cuando salieron de las aulas contribuyeron a difundir nuevos valores y a cambiar los estilos de
vida y las costumbres existentes”.
[…]
Existían también los que, de manera más coherente
con el espíritu anarcoide del 68, se lanzaron a promover la utopía
descentralizadamente mediante experimentos comunales a
pequeña escala: “vivir ya de otra manera, sin esperar a la
revolución”. Hasta 100,000 personas llegaron a vivir en comunas a principios de
los 70, sólo en los países escandinavos. En ellas se intentaron llevar a la práctica muchas de las
ideas sesentayochistas, del amor libre a la abolición de la familia y de la
propiedad privada, del “retorno a la naturaleza” a la desescolarización o el
consumo de drogas. Los resultados fueron en general deprimentes.
Enfrentados al reto de cultivar la tierra o
fabricar artesanía, los soixante-huitards[3] neo-rurales van a descubrir que, después de todo, la necesidad de trabajar duro no era la
imposición alienante de una sociedad materialista obsesionada por la
productividad, y que la
carestía es la situación por defecto del hombre frente a una naturaleza tacaña.
Un superviviente resumió así la experiencia: “Agotamiento físico;
subalimentación; desorganización total; incompetencia; hostilidad de los
[verdaderos] campesinos, que se sentían agredidos; drogas; desafueros de los
jefecillos: el sueño se convirtió a menudo en pesadilla”.
Mucho más
éxito que el activismo neo-leninista o el utopismo agro-hippy tendrá la
irradiación del espíritu sesentayochista a través de movimientos sociales como
el feminismo, la liberación homosexual, el ecologismo o el pacifismo. La idea
que subyace ―teorizada por autores como Marcuse o Foucault― es la de la
sustitución del sujeto revolucionario clásico ―la clase obrera― por nuevos
colectivos supuestamente oprimidos. Y también la reivindicación
del deseo en todas sus formas, y el rechazo de todo tipo de tabúes,
especialmente en materia de moral sexual.
El feminismo
francés de los 70 comenzará en cierto modo como una rebelión dentro del propio
movimiento sesentayochista, al grito de “¡lleva tanto tiempo prepararle la
comida a un revolucionario como a un burgués!”: “¿Quién se ocupa de la cocina mientras
ellos hablan de revolución?” Seguirán, en los años 70, junto a la
reivindicación del aborto libre ―que triunfa en 1975 con la aprobación de la
ley Veil―, los “grupos de concienciación” victimista, la constante confusión de
lo privado y lo social ―es decir, la interpretación de todos los fracasos
personales en clave de opresión patriarcal-sistémica―, la demonización del
varón, la execración de la maternidad (en 1975 es publicado el volumen
colectivo Maternidad
esclava) y, finalmente, el
rechazo del concepto mismo de sexo femenino, considerado ahora como
construcción cultural alienante y no ya como determinación natural.
El hedonista
post-68 dejó de perpetuar la especie: las tasas de natalidad occidentales caen
de forma notable precisamente a partir de finales de los 60, y a finales de los
70 quedan ya por debajo del índice de reemplazo generacional. Este
medio siglo de infra-natalidad le está pasando ya factura a Occidente en forma
de peso asfixiante de las pensiones de jubilación. Y ese envejecimiento de la
sociedad se va a agravar cuando se jubile la enorme masa de baby boomers nacida
en las décadas de 1950 y 1960. La tasa de natalidad sigue sin repuntar, ni los
gobiernos ―también instalados en el presentismo― se preocupan mayormente por
reanimarla. Vamos hacia un probable colapso social
por escasez de jóvenes y exceso de ancianos. Es paradójico que la
revolución juvenilista del 68 nos haya traído una sociedad senil.
*** Francisco J. Contreras es catedrático de
Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla.
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